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21/12/2016 10:10 AM
| Por

Mercedes E. Rojas Páez-Pumar

Salud en Venezuela: chanchullos, escasez y “jaladera”

Escribir sobre experiencias personales puede resultar complicado, sin embargo, cuando el deterioro del país se permea a tu vida personal y familiar de manera abrupta, se hace imposible no exponerlo.

Vivo con mi abuela desde que mi abuelo murió. Compartimos una enorme y vieja casa con mi hermana menor y mis dos tías abuelas, dos ancianas  a quienes la longevidad les ofreció condiciones precarias de salud, abandono y mengua. La familia que les queda es poca, las migraciones hicieron lo suyo y la complicada vida de aquellos que aún son residentes de estas latitudes, deja poco tiempo para hacerse cargo.

Titi y Ciela pasaron sus buenos años entregadas en cuerpo y alma a su larga lista de sobrinos y luego a los sobrinos nietos que se fueron agregando con el tiempo, ente ellos yo. Todavía no he conocido a personas más dadivosas que este par, por lo que nunca dejará de asombrarme la peculiar manera en que les tocó pasar sus últimos momentos de vida. 

Pero esta historia en particular habla de Ciela, diminutivo de Graciela y el apodo con el que la han conocido ya varias generaciones. Sus cuidados eran un poco más exhaustivos desde hace unos años, pero las cosas empeoraron desde que sufrió una caída de cama y se fracturó el húmero. El error de Ciela fue no ser lo suficientemente previsiva como para ocuparse de su salud desde joven, su pensión, que no alcanza ni para el mercado de un mes, es todo lo que tiene. No se encargó de pagar un seguro médico que quizás le otorgase algo más de comodidad. La lesión a su edad es inoperable, las indicaciones fueron inmovilizar el brazo pero ella decidió que era hora de inmovilizar todo su cuerpo.

Al estar constantemente en cama sus cuidados se intensificaron y la aparición de algunas escaras en su espalda nos anunció que la situación empezaba a complicarse. Mi mamá es arquitecto, pero por estos días hace las veces de doctor de cabecera, siempre apoyada por su equipo de enfermeras, mi hermana y yo. Entre las indicaciones de un médico geriatra que la visita cada tanto y algunas referencias de internet nos apañamos, pero es un trabajo pesado y complejo. Ciela cambió el comedor por un babero, la ropa interior por pañales, la comida sólida por dieta líquida y las conversaciones por quejidos y lamentos.

Sin embargo las cosas se pondrían peor. No sabíamos que estábamos a punto de vivir en carne propia las desgracias y miserias del sistema de salud de un país arruinado.

Una mañana, mientras mi hermana y yo hacíamos la rutina diurna de cuidados, nos percatamos de que Ciela tenía una hemorragia. El pánico nos convirtió en un par de inútiles. A los minutos llegó mi mamá y comenzamos a pensar soluciones, cosa que se hace cuesta arriba en un país de complicaciones. El médico geriatra estaba rumbo a Acarigua, la señal era tan precaria que comunicarse era todo un lujo. La ambulancia y los paramédicos, un servicio gratuito del municipio,  tardaron en contestar el teléfono y aparecer.

Cuando la ambulancia llegó conocimos a Gerardo, el galán de los camilleros. Desde que puso un pie en la casa, supimos por su actitud que era un embaucador y que para disfrutar de sus servicios, básicos por demás, tendríamos que bajarnos de la mula. Fue él quien nos dio nuestra primera dosis de realidad: “Señores, yo no la puedo llevar a ningún hospital porque no la van a aceptar. Ustedes primero tienen que conseguirle un cupo y cuando tengan algo seguro me avisan y yo puedo hacerles el traslado. Eso sí, de una les aviso que en el Domingo Luciani hay un caso de difteria y eso no es recomendable ni para la paciente, ni para la familia”. Gerardo le suministró suero y prometió que traería a una doctora a casa después de las ocho de la noche, pero claro, la consulta exprés tenía su precio, debíamos asegurarle la cena para tres personas en efectivo y la entrega debía ser directamente con él y más nadie.

Cada quien hizo lo suyo y se puso a trabajar en su red de contactos. Había que conseguir cupo en algún hospital o algún médico que la chequeara a profundidad. La mañana siguiente despertaba con buenas noticias, Ciela estaba estable y tenía su cupo para una cita médica en una clínica de monjitas en Montalbán. No hace falta decir que Gerardo, el guisero, nunca apareció para el traslado que había prometido. La ambulancia, conducida por un par de hombres mucho más amables y humanos, finalmente apareció. Eran horas del mediodía y Ciela tenía su cita médica pautada para la 1:00 pm, sería la primera paciente del día. Los camilleros, a quienes habíamos indicado por teléfono nuestra dirección de destino, nos informaron que no podría salir del municipio pues solo contaban con una unidad sin retrovisores y con fallas mecánicas. Lo mismo pasaba con los bomberos que solo disponían de dos ambulancias para toda Caracas. Los señores amablemente prepararon a mi tía abuela y nos recomendaron llevarla en el carro, por cuestiones de tiempo. Fue así como atravesamos la ciudad con Ciela inconsciente en el asiento del copiloto, una imagen que siempre conservará mi memoria.

Al llegar a la clínica nos percatamos de que no había camillas ni camilleros, nos dieron una silla de ruedas y el trabajo pesado lo tendríamos que hacer nosotros. La bajamos del carro bajo un aguacero que llegó para mojar y complicar las cosas. Cuando el doctor vio a Ciela no quiso atenderla. Ya me había quebrado en numerosas oportunidades durante el día, pero en ese momento comencé a llorar sin ningún tipo de vergüenza, mientras me apoyaba contra la helada pared del lugar. Sin duda alguna en ese momento cuestioné mi fe en Dios, pero hoy que veo las cosas desde afuera, agradezco por personas maravillosas que fueron de gran ayuda ese atropellado día. Ricardo y Juan quienes sin ser familiares de Ciela la cargaron de arriba a abajo, la monjita que nos facilitó la cita y le ablandó el corazón al doctor para que nos atendiera, Leidy, la enfermera cubana de algún CDI, quien amablemente nos regaló insumos médicos que como ella misma dice “ni con la plata se compran, porque no se consiguen”.

Hoy Ciela está en su cuarto al que transformamos en un hospital improvisado. El dinero alcanza a duras penas para pagar a una enfermera que viene de vez en cuando a regalarle a ella unas horas de calidad. Conseguir las medicinas y los demás insumos ha sido una labor titánica y costosa, que se ha logrado gracias al trabajo en equipo y siguiendo una complicada logística. 

 

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